En las raíces mismas del pensamiento y el sentimiento chinos reposa el principio de polaridad, que no debe confundirse con los conceptos de oposición o conflicto. Los opuestos son aspectos diferentes de uno y el mismo sistema, y la desaparición de uno de ellos significaría la desaparición del sistema. Los dos polos de la energía cósmica son yang (positivo) y yin (negativo), están asociados con lo masculino y lo femenino, lo firme y lo flojo, lo fuerte y lo débil, la luz y la oscuridad, lo que se eleva y lo que cae, el cielo y la tierra. Consecuentemente, el arte de vivir se considera el equilibrio entre ambos.
Nunca existe la posibilidad última de que uno venza al otro, porque son como amantes en pugna más que enemigos en lucha. Pero, para nuestra lógica, resulta difícil pensar que ser y no-ser son mutuamente generador y sustentador de energía, ya que para el hombre occidental el mayor terror imaginable consiste en creer que la nada será el fin definitivo del universo. No aprehendemos con facilidad el hecho de que el vacío es creativo ni que el ser emana del no-ser, al igual que el sonido emana del silencio y la luz del espacio.
El principio yin-yang no es, por tanto, lo que corrientemente llamamos dualismo sino, en todo caso, una dualidad explícita que expresa una unidad implícita; la concepción yin-yang del mundo es serenamente cíclica. La dicha y la desgracia, la vida y la muerte van y vienen eternamente sin comienzo ni fin, y todo el sistema se ve libre de la monotonía por el hecho de que, en la misma forma, el recuerdo alterna con el olvido.
Todo el cosmos está implícito en cada uno de sus miembros, y cada aspecto de aquel debe ser considerado como su centro. Para una aproximación al Tao, el lector debe permitirse alcanzar un estado mental adecuado. Debe dejar de lado todas sus opiniones filosóficas, religiosas y políticas y ser casi como los niños, que no saben nada, excepto que oyen, ven, sienten, huelen. Ser conscientes de lo que en realidad es, sin atribuirle nombres y sin juzgarlo.
En otras palabras, la gente trata de forzar los acontecimientos, sin comprender que resulta imposible hacerlo: no hay manera de desviarse del fluir de la naturaleza. Puedes imaginar que eres ajeno al Tao –o que estás separado de él– entonces eres capaz de adoptarlo o no; pero incluso esta suposición se manifiesta desde el interior de la corriente, pues no existe otro camino más que el Camino. Quieras o no, somos eso y con ello armonizamos.
Debe quedar claro que el Tao no puede ser entendido como “Dios” en el sentido de gobernante, monarca, jefe, arquitecto y hacedor del universo. Sin embargo, el Tao es, con toda certeza, la última realidad y energía del universo, el Fundamento del ser y del no-ser. La imagen que se asocia al Tao es maternal, no paternal. Lejos de ser el agente activo, el sujeto del verbo, el hacedor y creador de las cosas, “el Tao no crea nada, pero nada queda sin hacer”. Tiene el poder de la pasividad, y se podría decir que su gravidez es energía. Así, el Tao es el curso, el fluir, la deriva o el proceso de la naturaleza. Puede ser alcanzado, pero no visto; sentido, pero no expresado; intuido, pero no clasificado; adivinado, pero no explicado. De modo similar, el aire y el agua no pueden ser cortados ni atrapados y su fluir cesa cuando se intenta contenerlos.
El término chino y taoísta que nosotros traducimos como naturaleza significa espontáneo, aquello que es lo que es en sí mismo; todas las cosas crecen y operan independientemente. No obstante, cada cosa-acontecimiento es lo que es solo en relación con las demás. El principio sostiene que si se deja que todas las cosas sigan su camino, la armonía del universo quedará restablecida. El orden de la naturaleza no es un orden forzado; no es el resultado de leyes y preceptos que los seres humanos se vean obligados a seguir, ya que no existe un mundo obstinadamente externo. Mi interior surge y se corresponde con lo que es exterior a mí y, aunque ambos difieran, no pueden verse disociados. Debido a su interdependencia mutua, todos los seres armonizarán si se los respeta y no se les fuerza a la conformidad con ninguna noción del orden arbitraria, artificial y abstracta, y esta armonía emergerá por sí misma.
Pero nuestro temor humano nos hace pensar que el Tao que no puede ser descrito y el orden que no puede ser expresado en libros representan el caos. Ese orden (li) conlleva el sentido de lo profundo, oculto y misterioso, previo a cualquier distinción entre orden y desorden. El orden del Tao no es una obediencia a algo ajeno, existe por y a través de sí mismo. La forma de ese orden no impone sus reglas al universo. En suma, el orden del Tao no es una ley, aunque posee un orden y modelo que puede ser reconocido claramente, que reconocemos en los dibujos que forma el agua al moverse, en las formas de los árboles o las nubes, en los trazos que deja la escarcha sobre los cristales o en la distribución de los guijarros en la arena de la playa. En cuanto nos encontramos frente a esta belleza, la reconocemos inmediatamente, aunque no podemos explicar exactamente por qué nos atrae. Si contemplamos su fluir nunca observaremos un error estético.
Así, el Tao es el curso fluyente de la naturaleza y del universo; li es su principio de orden o modelo orgánicos; el agua es su metáfora elocuente. El Tao y su modelo se nos escapan por el hecho de que ellos son nosotros mismos, y nosotros somos “como una espada que corta pero no puede cortarse a sí misma”, “como un ojo que ve pero que no puede verse a sí mismo”. Pero el Tao no es considerado como el amo y creador de nuestro universo orgánico. Puede reinar, pero no gobierna; es el modelo de las cosas, pero no la ley vigilante.
El mundo biológico es una sociedad que se come recíprocamente, en la que cada especie es presa de otra. Si existiera alguna especie no devorada por otra, crecería y se multiplicaría hasta su propia estrangulación. Como ocurre con los seres humanos, que gracias a su habilidad para vencer a otras especies corren el peligro de desbaratar todo el orden biológico por exceso de población y, por lo tanto, de destruirse a sí mismos. Por este motivo, todo aquel que se propone gobernar el mundo pone a todas las cosas, y especialmente a sí mismos, en peligro.
Concebir al Tao como una energía inconsciente es tan erróneo como concebirlo como un gobernante personal o un Dios. Pero si el Tao es simplemente inconcebible, ¿de qué sirve contar con palabras y decir algo acerca de él? Porque nuestra intuición nos dice que existe una dimensión de nosotros mismos y de la naturaleza que se nos escapa, y que constituye la base de todas las formas y experiencias sorprendentes de las que somos conscientes. Nuestro único modo de aprehenderla reside en la observación de los procesos y modelos de la naturaleza y mediante la disciplina meditativa de permitir a nuestras mentes que se serenen, con el fin de tener un conocimiento vívido de “qué es”, sin necesidad de comentarios verbales.
Quienes entienden el Tao se deleitan simplemente sentándose y contemplando sin ningún propósito ni resultado mental. No tienen motivo para someter o alterar el universo mediante la fuerza física o la fuerza de voluntad, ya que su habilidad consiste en acompañar el fluir de las cosas de un modo inteligente.
A esto se refieren con el no-hacer, fluctuar con las experiencias tal como éstas van y vienen. El no actuar, no forzar, acabará con esta tensión que surge de la dualidad del conocedor y lo conocido ya que, en realidad, no hay alternativa, ya que tú y las cosas son el mismo proceso: el “fluir ahora del Tao”. Al comprenderlo, automáticamente manifiestas tu magia; pero la magia es algo que nadie debe pretender, es una virtualidad referida a los acontecimientos maravillosos y felices que ocurren de una manera espontánea, el privilegio de vivir que proviene naturalmente de la comprensión intuitiva de ser uno con el Tao".
(Texto extraído de "El camino del Tao", de Alan Watts, filósofo, escritor y uno de los principales difusores de las filosofías orientales en Occidente, en los años 60´)
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