"Soy panteísta.
Me arrodillo ante el altar de la naturaleza,
me siento una con la vida.
Es fácil adorar las flores, el canto de los pájaros,
el rosado caracol de la oreja de un bebé,
el capricho de los colores en el cielo,
la fuerza silenciosa de las montañas,
el perfume del pasto cortado,
susurrar con el agua de un arroyo,
hamacarse en las ramas más altas de los álamos,
bailar con la delicadeza de las medusas.
Entonces el corazón acompasa su latir
y algo parecido a la alegría se instala en el pecho.
Pero toda religión exige ciertos sacrificios.
En este caso, aprender a admirar
la horrenda sorpresiva belleza de los peces abisales,
el fulgor del ojo de la sierpe,
el sigilo del tiburón.
Aceptar la perplejidad que produce un ornitorrinco
algunos repugnantes olores afrodisíacos,
la muerte que trae la vida en su panza, como una madre amorosa.
Respetar el afán del escarabajo pelotero,
que traslada su bola de mierda como quien mueve el mundo.
Todo esto finalmente trae su recompensa,
y lo que parece raro, o feo, o desagradable,
se convierte en un fragmento de maravilla,
en una pieza más del brillo del universo.
Pero en estos días se me hace difícil mi religión.
¿Cómo aceptar que este odio sulforoso
que supura de algunos es también parte de la naturaleza?
¿Podré con semejante sacrificio?".
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