Pintura
Naturaleza, hombre y
mujer
"Algun día, cuando hayamos dominado los vientos y las mareas, y las
olas y la gravedad, amarraremos en Dios las energías del amor; y luego, por
segunda vez en la historia del mundo, habremos descubierto el fuego". Pierre Teilhard de Chardin
Por Juan Manuel Otero Barrigón
El siguiente trabajo iba a ser presentado originalmente en la Jornada "Sobre el amor", el pasado mes de Junio, en la Facultad de Psicología y Psicopedagogía de la Universidad del Salvador (Buenos Aires, Argentina). La Jornada fue postergada a causa de la actual Pandemia por Covid 19.
Watts y Jung pensaron el
amor con la sencillez y la profundidad propia de los antiguos sabios taoístas,
por lo que también ellos, viejos compañeros del Camino, van a hilar junto con
nosotros estas breves reflexiones.
La psicología profunda nos
recuerda que la visión del mundo en Occidente hasta las vísperas de la
Revolución científica del siglo XVI fue la de un mundo encantado. Un mundo
donde las rocas, los ríos, los árboles y los vientos eran contemplados como
algo maravilloso y lleno de vida. Un mundo donde los seres humanos estaban plenamente integrados a ese ambiente. El cosmos era un
lugar de pertenencia, de correspondencia. Y un miembro de ese cosmos
participaba directamente de su drama, no era un mero espectador alienado del
mismo. Su destino personal, estaba conectado íntimamente con el destino de todo
lo que lo rodeaba, y es en esa profunda interrelación, donde el ser humano encontraba
sentido a su vida.
A partir de esta consciencia participativa original, se
fue dando un progresivo desencantamiento del mundo, en un proceso en el que
comenzó a primar una distinción rígida entre lo propio y lo ajeno, el observador y lo observado: todo pasó a ser
un objeto separado, distinto, aparte de mí.
La consciencia participativa original cedió lugar al ethos de la administración y la técnica,
que modeló la civilización occidental a fuerza de explotar brutal e ilimitadamente
los recursos naturales; la naturaleza fue así convertida en algo totalmente
separado de nosotros, apenas una fuente de recursos de los que aprovecharse al
máximo posible.
Según Watts, hay una correlación simbólica entre la actitud del ser
humano hacia la naturaleza a partir del siglo XVI y su actitud hacia el sexo
opuesto. La relación entre hombres y mujeres se hace problemática siempre que
impera un sentimiento de separación entre naturaleza y ser humano. Y es que
cuando el mundo natural es considerado una realidad inferior sobre la cual es
posible ejercer poder, el amor, y especialmente su expresión sexual, aparecen
como malos y degradantes. Territorios donde el cuidado, la sensualidad y la
sensibilidad ceden su lugar a la dominancia, el control y a nuestro miedo a
sentir.
Recordemos que en su modelo de la
Psique, Jung consideraba la
existencia de un estrato más profundo que el inconsciente personal, al que se
refirió como inconsciente objetivo o colectivo. Los componentes de ese estrato,
denominados por él arquetipos, son
imágenes primordiales, los ladrillos básicos con los que está compuesto el
psiquismo, y que nos predisponen a experimentar el mundo de determinadas formas
universalmente humanas.
Jung postuló la existencia de varias de estas unidades básicas de
la Psique, entre las cuales destacó el Ánima y el Ánimus.
Por lo general, los seres humanos
rechazamos aquellas cualidades que consideramos incompatibles con nuestra
identidad como hombres y mujeres. Estas cualidades, tradicionalmente expresadas
como la emoción en los hombres y el poder en las mujeres, nos hablarían, según
el sabio de Zurich, de la necesidad
de relacionarnos con nuestro mundo interior de una manera mucho más completa,
sana y armónica, integrando psíquicamente a nuestra “otra mitad”. Esto
significa, que para relacionarme de manera más fresca y genuina con mi sexo
opuesto, debería, primero, poder reconocer a “ese” opuesto dentro de mí mismo.
En ese sentido, podemos ver, Jung
reconoció la importancia para cada sexo de desarrollar cierta androginia
psicológica.
El Ánima es entonces el arquetipo
correspondiente al aspecto femenino interno del hombre, mientras que el Animus
se identifica con el aspecto masculino interno de la mujer.
Jung nos sugirió que identificada inicialmente con la madre
personal, el Ánima se vivencia posteriormente no sólo en otras mujeres con las
que el hombre se relaciona, sino como una influencia penetrante en su vida
subjetiva, de profundísimas raíces en el inconsciente profundo.
En “Arquetipos e Inconsciente colectivo”, refirió textualmente que: “(El Ánima) es siempre el elemento a priori
en los estados de ánimo, reacciones, impulsos, y en cualquier otra cosa
espontánea en la vida de un hombre”.
Complementaria a la personalidad
externa atada a los imperativos sociales, se sitúa en una relación
compensatoria con ella, de manera tal que todas aquellas cualidades ausentes en
la actitud exterior, serán encontradas, más o menos contenidas, en el interior.
Jung planteó aquí algo de acuciante importancia y actualidad, sobre
todo para pensar estos tiempos, en los cuales muchos hombres nos
sentimos convocados a replantearnos los mandatos históricamente establecidos en
torno a la masculinidad tradicional, a la forma en la que esta se transmite y
se constituye, y en definitiva, al
significado profundo del “Ser Hombre”.
De la misma manera, Jung sugirió que la mujer es compensada
interiormente por un elemento masculino, y por lo tanto, su inconsciente lleva
el sello de la masculinidad. Así como el Ánima corresponde al Eros materno, el
Animus se identifica con el Logos paterno. No hay aquí superioridad de un
principio sobre el otro, sino el reconocimiento de una diferencia básica a incorporar.
La existencia de estos principios
contrasexuales significa que en cualquier relación entre un hombre y una mujer
encontramos, al menos, cuatro personalidades involucradas: el ego de la mujer,
el ego del hombre, el Animus, y el Ánima.
Mientras la tarea del hombre
consiste en asimilar su Ánima, para lo cual tiene que descubrir sus verdaderos
sentimientos, la mujer se reconoce con su Animus cuestionando constantemente
sus ideas y opiniones.
Convengamos en aclarar que nada
de esto resulta posible si suprimimos las diferencias psicológicas
fundamentales que estructuran la vida subjetiva tanto de hombres como de
mujeres.
Reconocer las diferencias no
quiere decir, sin embargo, establecer separaciones tajantes, ya que resulta
claro de que manera, para Jung,
hombres y mujeres están íntimamente imbricados en las capas más profundas de su
psicología, lo que nos remite a aquel célebre símbolo oriental del taijitu, propio de la cosmovisión de los
chinos taoístas.
Recordemos que para la psicología
analítica, “toda expresión psicológica es
un símbolo si asumimos que establece o significa algo más que ella misma, lo
cual escapa a nuestro conocimiento actual”. Es decir que, en tanto mejor
expresión posible de algo que en esencia nos resulta desconocido, los símbolos
catalizan y proporcionan la energía psíquica que nos permite tanto emprender
tareas significativas como abrazar la vida con mayor plenitud.
En estos términos, todo símbolo
podría ser considerado una ofrenda amorosa nacida de las entrañas mismas de la
Psique, en su camino hacia la integración.
El taijitu es un símbolo que representa los conceptos de la filosofía
china del yin y el yang, y del taiji, como principio
generador de todas las cosas.
Los opuestos
complementarios se parecen a dos peces nadando en el agua. Se refleja en ellos
un equilibrio total. Allí donde el Yang es menor, el Yin es mayor; donde el Yin
disminuye, el Yang crece. En el centro de ambos polos hay un círculo pequeño:
una semilla Yin en el interior del ámbito Yang, y el origen de Yang en el
extremo Yin.
Yin y Yang suponen,
por esta vía, una circularidad infinita, reflejando la totalidad vivencial que representa
el Tao.
La antigua sabiduría del taoísmo
chino enseña un tipo de percepción no fragmentada, donde la naturaleza es captada
como un todo orgánico que nos incluye, diluyendo los límites entre lo natural y
lo espiritual. Desde antaño, los taoístas destacaron la interdependencia de
estos opuestos, cuyo equilibrio en la
vida interior es condición sine qua non
para alcanzar la armonía en relación a todo lo que nos rodea.
Armonía, del griego Harmonía, cuyo significado etimológico nos
remite a la “juntura” o “clavija” que supone juntar una cosa con otra en un
orden placentero. Dando cuenta esto, que allí donde hay armonía, también
encontramos lazos de amor.
Sólo cuando hombres y mujeres son
capaces de reconocer sus contrapuestos internos y hacerlos partícipes
conscientes del fluir de su experiencia vital, pueden emerger la calidez
curativa y la amabilidad auténtica que son elevadas expresiones del sentimiento
amoroso genuino.
Para ello, y así como el saber
popular nos sugiere, “la caridad empieza
por casa”, por lo que resulta esencialísima la exploración interior que
permita iluminar aspectos sumergidos a nuestra orientación consciente, y así
cultivar las cualidades reprimidas que hombres y mujeres necesitamos para
desarrollar vínculos intra e intersubjetivos más íntegros.
Esto supone, claro está, animarse
a poner en entredicho aquellas premisas filosóficas y mandatos culturales que a
lo largo de los siglos nos fueron separando de ese yo que trasciende las
fronteras de lo meramente psicológico y se enraiza en los terrenos de la
ontología.
En el caso de los hombres, es la
posibilidad de admitir que muchos de nuestros condicionamientos, que solemos
atribuir a los imperativos laborales y sociales o al mero paso del tiempo y de
la costumbre, responden más bien a nuestra sensación de pérdida de identidad
como varones.
Asumir nuestra propia conexión
creativa con los ritmos y los ciclos de la naturaleza, para descubrir que “el
más fuerte” no es el que más poder o recursos materiales concentra, sino quien
es capaz de cultivar el corazón y la mirada para abrirse a aquello que de
verdad nos nutre de energía y vitalidad.
Todo lo cual requiere asumir la
interrelación que existe entre los seres, y dejar de sentirnos amenazados por
los misterios de la vida, para pasar a abrazarlos, y con ello, comenzar a
habitar el mundo de una manera nueva.
Algo de esto nos dijo Lao Tsé, quien en la tablilla VI del
Tao Te King escribió:
“El alma del valle nunca muere:
es la madre misteriosa.
La puerta de la misteriosa madre,
raíz de Cielo y Tierra,
continua e inmutable es:
su obra nunca la agota”.
El valle y el espíritu son los
dos elementos que cincelan nuestro plano: el yin y el yang, femenino y
masculino, que como opuestos complementarios dan forma a la madre misteriosa:
nuestra naturaleza, todo aquello que nos contiene, tanto por fuera, como por
dentro. Cuando Lao Tsé nos habla de
la puerta de la madre misteriosa, nos sugiere que hay que entrar en el yin
(oscuridad) para alcanzar el yang (luz). Algo que también nos remite a las
ideas de Jung, para quien “no se alcanza la iluminación fantaseando
sobre la luz, sino haciendo consciente la propia oscuridad”.
Hacer consciente la propia
oscuridad no significa solamente reconocer nuestras zonas erróneas y nuestros
rasgos censurables, sino también alumbrar aquellos aspectos de nosotros mismos
capaces de sintonizar con nuestro potencial creativo, y con ese mar de
posibilidades inexploradas que duermen en nuestro mundo interior. En
definitiva, supone un acto esencial de autocuidado que es, al mismo tiempo, un
acto de amor.
Además, y por esta vía, al
contemplar la naturaleza, (lo que en esencia implica contemplar-nos-),
podríamos descubrir en ella a una sabia maestra. Sabiduría distorsionada por aquel
sesgo que nos impide ver en la naturaleza algo más que un medio para alcanzar
nuestros fines personales. ¿Acaso tan distinto esto a cómo los seres humanos
nos concebimos a nosotros mismos dentro del paradigma tecnocrático vigente, que
según Byung Chul Han, se mueve bajo el signo productivo y agobiante de la pura
positividad?
Quizás la senda pase por aprender
a relacionarnos con la naturaleza con más sensibilidad y sentimiento, dejando
de aprovecharnos vilmente de su gratuidad, de la misma forma en que tanta veces
nos aprovechamos del prójimo, dentro de esta pura ley de correspondencia que
venimos trazando.
Prójimo que nos remite por entero
a otro ámbito de expresión amorosa
actualmente en crisis, como lo es el ámbito comunitario. Esfera donde la debilidad de los lazos de
unión y comprensión entre las personas, invitan a repensar el lugar que el amor
ocupa en las sociedades en construcción en este siglo xxi, si es que ocupa
algún lugar. Preocupación que ya estaba presente en Jung, quien supo advertir, citándolo textualmente, que: “La cuestión de las relaciones humanas y de
la cohesión interna de nuestra sociedad es un asunto urgente en vista de la
atomización de las masas humanas meramente apiñadas, cuyas relaciones
personales se ven minadas por la desconfianza universal. Donde tienen lugar la
inseguridad jurídica, la vigilancia policial y el terror, las personas caen en
el aislamiento, lo cual constituye la finalidad y el propósito del Estado
dictatorial, pues éste se basa en la mayor acumulación posible de unidades
sociales impotentes. Frente a este peligro la sociedad libre necesita un medio
de cohesión de carácter afectivo, es decir, un principio como el que representa
la caritas, el amor cristiano al prójimo. Pero precisamente el amor al congénere
es el que más sufre como consecuencia de la falta de entendimiento provocada
por las proyecciones. Es, pues, de máximo interés para la sociedad libre
interesarse, desde la comprensión psicológica, por la cuestión de la relación
humana, pues en ella reside su verdadera cohesión y también, por lo tanto, su
fuerza. Donde acaba el amor comienzan el poder, la violación y el terror”.
Cultivar la consciencia participativa que planteamos al inicio, y de la cual
las obras de Jung y de Watts son dos vivos ejemplos,
significaría retornar al Camino que como humanidad comenzamos a recorrer,
cuando el lugar omnipresente que actualmente ocupa la Técnica, lo ocupaba anteriormente
la dimensión plena del Sentido. Camino y Sentido que nos arrojan dos de las
posibles traducciones del mismo principio esencial que los chinos llamaron Tao, y que para Jung se imbricaba con el corazón mismo del arquetipo del Sí Mismo y
del proceso de individuación.
Camino y Sentido que nos
devuelven la posibilidad de reunirnos, de religarnos…
De poder-ser más integrados:
primero, con la naturaleza, de la cual formamos
parte y somos expresión emergente.
segundo, con nuestro prójimo, que nos
inscribe subjetivamente, nos espeja y, siendo “otro”, también se nos escapa.
tercero, con la comunidad, que nos contiene y al mismo tiempo nos
confronta con todo tipo de verdades: emocionales, políticas, económicas,
sociales, espirituales, mentales.
Y, finalmente, o para empezar,
con nosotros mismos y nuestra propia psyché (Alma), en la masculinidad y femineidad
profundas que nos constituyen, dentro de un universo donde, como dijera un querido amigo*, todo es íntimo, todo
es animado, todo es compartido, y por ende también, todo es universal.
* La referencia es a Diego O. Ramos, el autor de la pintura que acompaña este texto
Bibliografía:
Chul Han, Byung. La sociedad de la transparencia. Editorial Herder, Barcelona, 2013.
Jung, Carl Gustav. Arquetipos e Inconsciente Colectivo. Paidós, Barcelona, 2009.
Jung, Carl Gustav. Sobre el amor. Editorial Trotta, Barcelona, 2018.
Watts, Alan. Naturaleza, hombre y mujer. Editorial Kairós, Barcelona, 1989.
Un texto cuando es un intertexto o intratexto pertenece ya al mundo del Amor tal como lo que presenta Juan Otero, abierto a las almas abiertas y a las que todavia no lo estan, en la espera que el hombre se libere del consumo de la materia. Congratulaciones estimado colega.
ResponderEliminarhermoso vuelo, va remontando de a poco, hasta llegar al cenit donde la tierra y el cielo se funden... gracias por este vuelo amoroso
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